sábado, 19 de noviembre de 2011

Kilimanjaro



Existe una leyenda sobre el Monte  Kilimanjaro atribuida a los masai que habla de un antiguo trono guardado en Kibo. Según dicha leyenda, Menelik, hijo del rey Salomón y de la reina de Saba, salió un día de su palacio para conquistar nuevas tierras más allá de las fronteras de su reino.

El soberano logró victoria tras victoria, reuniendo grandes tesoros por donde quiera que fuera; pero, con el tiempo, se cansó de sus empresas y decidió volver a su país. Y entonces ocurrió que, al abandonar la región de la actual Tanzania, el camino que seguía se vio interrumpido de pronto por la inmensa mole del Kilimanjaro.

Convencido de que el macizo era el lugar más alto de la Tierra y que por esa razón Ngai, su dios, había de vivir en su cumbre, Menelik decidió emprender la ascensión del monte en busca del apoyo de la divinidad, pues se encontraba enfermo y tenía el presentimiento de que su fin estaba próximo. Menelik convocó a sus más fieles y esforzados guerreros para que le acompañaran hasta las proximidades del cráter, hasta el lugar de las nieves perpetuas. Pero desde este punto continuó solo, llevando consigo sus más preciados tesoros. Cuando alcanzó la cima, Menelik cayó en brazos de Ngai.

El dios lo acogió amorosamente y lo llevó a un trono que había preparado especialmente para el animoso y emprendedor soberano. Y en el preciso momento en que se sentaba en él, Menelik recobró súbitamente su salud y su vigor... Dicen que Menelik reina allí todavía, mostrando su benevolencia hacia cualquiera que escale el Kilimanjaro en honor suyo. Pero su tesoro continúa siendo inviolable, enterrado profundamente en el hielo y bajo el ojo eternamente vigilante de Ngai.

Desde entonces y hasta nuestros días, todos los escaladores que se aventuran en el interior del cráter ven un solitario y extraño pináculo de hielo que se yergue, enigmático, en medio de restos de lava. Nadie sabe exactamente lo que es... Pero todo el mundo quiere creer que este mudo y gélido monumento no es otra cosa que aquel fabuloso trono ofrecido a Menelik y que sigue en pie, eternizado, con la vida que le diera una leyenda..

domingo, 10 de julio de 2011

La Leyenda de Formigal

"Anayet y Arafita eran tal vez lo dioses más pobres de la montaña, les habían despojado de sus pinares y abetales, ni siquiera fresas o chordones, hasta  sus ganados escaseaban, sus senderos se habían convertido en  pasos de contrabandistas.

Anayet y Arafita eran pobres pero trabajadores y honrados, y poco les importaba que los otros dioses-montañas los despreciaran porque ellos en su pobreza eran felices. Es más, tenían un tesoro que por nada lo cambiarían: una hija preciosa, la diosa Culibilla a la que el cielo dotó de todas las bellezas y cualidades entre las que destacaban el candor y su hermosura. Nada quería saber nunca de las pretensiones de todos los dioses pirenaicos.


Sus mejores afectos eran sin duda hacia los corderillos que competían en blancura con los inmensos heleros y glaciales que rompían el verdor de sus montañas. Y más aún amaba a las humildes y trabajadoras hormigas blancas, que durante el verano continuaban blanqueando la montaña hasta el punto que Culibilla la bautizo con el nombre de Formigal. La tranquila paz se acabo el día que Balaitus se enamoro ardientemente de Culibilla.


Balaitus era fuerte, poderoso, temido por todos, nadie se oponía jamás a sus deseos. El amasaba las terribles tormentas del Pirineo y forjaba los rayos capaces de destruir todo lo que le apeteciera. Violento como ninguno, cuando se enfadaba y hacia correr sus carros por encima de las nubes, se estremecían hasta los cimientos de las  montañas.

¿Como iba a ser feliz Culibilla con ese dios? Naturalmente, lo rechazo como a todos los demás que la habían pretendido, pero en mal momento ya que a él era la primera vez que lo rechazaban, y juro raptarla. Anayet y Arafita temían sus furores pero, ¿qué podían hacer los pobres por defender a su hija?

En tres zancadas dicen que se presentó Balaitus ante Culibilla, decidido a cumplir su propósito. Las montañas todas estaban atónitas, sin atreverse a defender a la hermosa y desgraciada diosa, Balaitus era el Zeus de aquel Olimpo Pirenaico. Y dice la leyenda que entonces Culibilla, al verse perdida, grito: ¡A mí las hormigas!

A millares acudieron de todos los sitios las hormigas blancas que empezaron a cubrir a Culibilla ante los ojos de Balaitus que, horrorizado, emprendió la huida. Culibilla, en el colmo de la amistad y el agradecimiento, se clavo un puñal en el pecho para guardar dentro junto a su corazón, todas las hormigas: es el foru de Peña Foratata. Y cuenta que los que suben al Forau de la Peña pueden claramente escuchar los latidos de Culibilla, la diosa agradecida. Y aseguran también que en Formigal, desde entonces, ya no hay hormigas blancas: todas las tiene ella."



Fuente: Comarca a comarca

jueves, 23 de junio de 2011

AMUN-KAR

Cuentan que hace muchísimo tiempo vivía en la cordillera un pueblo de guerreros, un pueblo al que los otros llamaban "El enemigo invencible". No tenían vecinos  ni aliados, porque el primero que se animaba a entrar en su territorio sin autorización era esclavizado o aniquilado. Dicen que no hubo país donde las piedras y las flores fueran más rojas, porque allí la sangre de las guerras había penetrado hasta las capas más profundas de la tierra. Entre los invencibles no había lugar para los débiles: los  niños mamaban el valor de los pechos ceñidos de sus madres y alimentándose con carne cruda se convertían en hombres altos y fuertes como montes.

Este pueblo tuvo un jefe valiente y formidable llamado Linko Nahuel, el “tigre que salta”. Era tan valeroso como feroz, y cuentan que si alguien hubiera podido navegar en los ríos de sus venas hubiera visto hervir la sangre. Entre todas las montañas del país de Linko Nahuel se distinguía el pico nevado del cerro Amun-Kar, el monte sagrado que es el trono de Dios. Dominaba el paisaje con sus laderas que subían verdes y boscosas. A veces, la montaña se transformaba, lanzaba humo y fuego hacia el cielo, bombardeando a los Mapuches con rocas incandescentes que parecían las tokikuras de Dios. Y la gente le tenía más miedo que a la furia de Linko Nahuel.

Un amanecer, mientras acampaban en el gran valle que se encontraba a los pies del Amun-Kar, los centinelas bajaron corriendo las laderas para contar lo que habían visto. Miles y miles de enanos armados, avanzaban por la cuesta de la montaña sagrada.

Linko Nahuel sintió como la cólera le subía por el pecho, como sus brazos ansiaban descargar un golpe contra los invasores que ni permiso habían pedido; él los aplastaría, una vez más la sangre correría por las sendas y los arroyos. Pero Linko Nahuel también era astuto, y conocía el valor de los planes. Por eso llamo a sus segundos y les ordeno:

“Vayan a entrevistarse con el jefe de los enanos. Cúbranse con cueros de guanacos y puma, píntense la cara del modo más horroroso y adórnense con las plumas de choike mas largas y oscuras que tengan. Y sobre todo, ya saben, mirada severa y pocas palabras. Así los intimidaremos. Ya van a ver cuando comiencen la retirada, ahí caeremos sobre ellos”.

Los emisarios se fueron confiados, pero volvieron humillados y furiosos a rendir cuentas ante Linko Nahuel: - “Los enanos son gente de montañas y planean quedarse a vivir en el Amun-Kar, no conocen tu nombre y no tienen miedo de la ira de Dios. Son tan chiquitos como un anchimallen, pero hay que reconocer que son valientes y tantos, que cuando nos rodearon no veíamos nada mas allá”.

Entonces Linko se dispuso para la guerra y partió. Trepaban la cuesta, cuando sorpresivamente los enanos se lanzaron desde arriba sobre ellos, hiriéndolos con miles de flechas y lanzas diminutas. Defenderse era difícil. Linko alentaba a los suyos para alcanzar a los pigmeos, pero estos se protegían detrás de paredones y salientes, y desde allí empujaban la nieve y piedras que caían en alud sobre el ejército invencible. Los enanos eran muchos y rodearon a los mapuches. La tierra y la nieve se teñían de sangre, y Linko Nahuel, enfurecido, pedía refuerzos con gritos desaforados.

Los enanos se dieron vuelta y comenzaron a huir con extraordinaria agilidad montaña arriba dejando atrás a Linko Nahuel, que los perseguía. Pero los guerreros de Linko  eran gente de los valles y de las hondonadas y no podían competir con sus enemigos, que milagrosamente se perdieron de vista. La trampa estaba tendida: los enanos salieron de sus escondites y los atraparon uno por uno.

El cacique de los enanos dictaminó su sentencia: “Todos los prisioneros mapuches deberían subir hasta la cumbre y desde allí serian precipitados; él último en caer seria Linko Nahuel, para que viera la muerte muchas veces antes de dar su último salto”.

Penosamente subía el tigre derrotado pisando por primera vez las rocas de la cima. Cuando el enano dio la orden de detenerse ataron a los prisioneros de pies y manos y comenzó el castigo.


Empujaron al primer mapuche al precipicio. Erguido y rígido, Linko miraba la distancia, ese paisaje nuevo que no lo dejaba recordar, que aplacaba por primera vez su sangre huracanada. Entonces se escucho el primer estruendo, los estallidos interiores de la montaña de Dios. Las rocas volaron en mil pedazos. Un viscoso lago de fuego arrastró a los mapuches y enanos, que mezclaron sus gritos y quedaron confundidos en la misma ceniza.

Y Dios dispuso que los dos jefes se sentaran frente a frente, para que contemplaran juntos el horror, provocado por la osadía de llevar la guerra a su montaña. Para que el castigo fuera eterno los convirtió en piedra; y desde ese entonces fueron cubiertos muchas veces por la lava ardiente o el hielo, condenados a escuchar el tronar intermitente de su furia. Por eso la gente del valle ya no llama al cerro Amun-Kar sino Tronador, y dicen los mapuches que los dos caciques esperan en vano el día en que Dios se duerma y puedan despertar ellos para vengar a sus pueblos.



FuenteMauchaulil. Cultura fálica en Chile.

sábado, 4 de junio de 2011

El pico Aneto

Después de apagarse  las últimas ascuas de la inmensa hoguera que provocó la muerte de la diosa Pyrene, poco a poco, todo empezó a renovarse, a llenarse de  vida y alegría, primero las nieves lo cubrieron todo y luego, con el deshielo de la primavera  se deshilacharon en miles de riachuelos que fueron empapando los prados y los bosques crecieron de nuevo.

Las flores de nieve volvieron; las águilas y los quebrantahuesos volaban por los riscos y las ardillas y las mariposas, los osos y todos los animales del bosque lo devolvieron a la vida, así que por fin el Pirineo se convirtió en el precioso jardín que ahora conocemos. Y pronto también, los gigantes prendados desde siempre de ese parque se adueñaron de él.

Sabemos,  porque los antiguos griegos así nos lo contaron, de la lucha titánica de los gigantes con los dioses. Según éstos sabios, los gigantes colocaban montaña sobre montaña para desalojar a los dioses del Olimpo, manejaban los grandes árboles que encendían para convertirlos en antorchas y los blandían amenazadores contra el cielo para provocar el pánico a los hombres y a los dioses.

Decían los oráculos que los dioses jamás podrían ganar a los gigantes si no luchaba con ellos algún mortal pero finalmente, fueron los dioses, con la ayuda de Heracles,  los vencedores y aquella raza terrible y maldita de los gigantes desapareció de la tierra, aunque alguno de ellos logró escapar y se escondió. 

Entre los gigantes que se escondieron en las montañas había uno llamado Netu que era el mas perverso de todos ellos.  Era pastor y todo lo quería para su ganado y todo aquello que se cruzaba en su camino y no era de su agrado le hacía presa de la furia. Era muy cruel y en mas de una ocasión, si se cruzaba con algún hombre se lo tragaba. Netu era altivo, cruel, siempre enfadado y disfrutaba con su maldad.

Cuenta la leyenda que un día apareció en el valle un peregrino. Nadie sabía quién era ni de donde venia, vivía casi de limosna o trabajando en lo que le pedían, con muy poco se conformaba.

Al atardecer y una vez que finalizaba su trabajo, cuando lo había, jugaba con los niños y les contaba preciosas historias. Enseguida se ganaba el afecto de todo el mundo, y cuando veía a todos en armonía se marchaba a otro lugar, era como si él fuera sembrando la paz.  Sabían que quería cruzar la montaña y quisieron disuadirlo pues tendría que pasar por los dominios de Netu,  él los tranquilizo diciéndoles  que él nunca se había peleado con nadie que no temieran, así que cogió su hatillo y marchó hacia el norte a cruzar el Pirineo.

Hacía mucho calor y fue agotando las provisiones que le dieron en el pueblo pero continuo su camino. Sudoroso y casi agotado diviso a lo lejos un vallecito y  un rebaño, pensó  que  por lo menos allí habría agua  y podría ayudar a los pastores a cambio de un churrusco de pan. La marcha le resulto dura y fue al atardecer cuando alcanzó el valle.


De súbito se encontró frente al gigante, era enorme, con barbas, sucio y con cara de pocos amigos. Sin ningún temor se acerco a pedirle agua, Netu altivo se la negó, diciéndole que el agua era para su rebaño, y que se fuera antes que se arrepintiera y le impidiera marchar.
El peregrino con voz tranquila le respondió:

Veo que tienes el corazón duro como la piedra. Ojala que todo tú te conviertas en  piedra.


En el mismo instante que el peregrino pronunció estas palabras el gigante quedó petrificado y convertido en lo que hoy es: el pico  de  Aneto.




sábado, 14 de mayo de 2011

El viandante del Mont Maudit

Antiguamente, los barrancos de las montañas estaban habitados por demonios, dragones, monstruos y duendes. Pero en ningún otro macizo estos pululaban más que en el Grand Mont, la Gran Montaña.


En este lugar se alojaban todo clase de espíritus malignos; la lluvia y el granizo hacían estragos continuamente, con ininterrumpidos estrépitos de desprendimientos y avalanchas, y eternos vientos desencadenados. Los pastores que vivían a los pies del Grand Mont apenas se atrevían a levantar su asustada mirada hacia la cima. Sabían que todos llamaban a esta montaña el Mont Maudit y, desde hacía ya tiempo, no veían a nadie subir a sus cabañas.

Pero una tarde de verano, un viandante, de quien se rumoreaba era un mago procedente de Oriente, conmovido por el miedo de los moradores del valle y, agradecido por la generosa hospitalidad que le brindaron prometió que el cielo intervendría, sepultando en los glaciares, durante el invierno, a los espíritus del mal que infestaban el monte.

Y así lo hizo, para ello, recorrió el valle entero, pronunciando misteriosas palabras. Atraídos por la irresistible invocación, los espíritus acudieron en bandada desde los valles laterales, y de los bosques, de los barrancos rocosos y de las acequias de los torrentes, para unirse a los duendes de la llanura en un tumultuoso vuelo que poco a poco acabó por oscurecer el cielo.


El mago subió hasta lo alto del valle. Dócil, con un estruendo más fuerte que el trueno, la tropa maligna lo siguió a cada paso hasta la gigantesca prisión que los esperaba en el desierto de glaciares. Uno a uno, los espíritus fueron entrando, empujados por una fuerza invencible: y la puerta de roca se cerró para siempre en cuanto en el último demonio hubo entrado y una espesa capa de nieve lo cubrió todo.  

Desde entonces la audaz torre del Diente del Gigante resiste al empuje de los duendes malignos, que desesperadamente, pero en vano, intentan romper el hechizo del mago para poder salir.


La montaña purificada cambió otra vez su nombre, para llamarse desde entonces el Mont Blanc.


sábado, 23 de abril de 2011

El almeal de Pablo

A mediados del siglo XVI, existía en lo profundo de la sierra de Gredos, un granjero llamado Pablo Martínez. Este hombre era admirado y a la vez envidiado por los demás granjeros de la región ya que todos los años conseguía una gran cosecha de cereales. Pero además de buen agricultor, este hombre era también muy enigmático, se contaba que un año de grandes tormentas, su hijo desapareció sin dejar ningún rastro mientras su padre disfrutaba de la construcción de un almeal con el heno que había conseguido en sus plantaciones.

Se decía que los almeales de Pablo eran los más grandes y más perfectos de la zona y eso producía una gran curiosidad a la gente. Por ello, algunos vecinos se escondieron entre la cebada para espiar al granjero ya que se decía que practicaba brujería.

Con asombro, observaron cómo Pablo se levantó y en torno a una gran hoguera cogió una azada y comenzó a golpear bruscamente uno de sus grandes almeales mientras pronunciaba un extraño lenguaje. De repente comenzó a salir sangre de ese almeal y los vecinos huyeron despavoridos. Pablo fue acusado de brujería ante el tribunal de la Inquisición y fue condenado a muerte en la horca.

Pasaron los años y esos amelaes se fueron secando a la vez que los hombres del pueblo morían por su avanzada edad, pero cuál fue la sorpresa al observar que los cadáveres de las personas, una vez enterrados, iban desapareciendo sin ninguna explicación.

Pasaron los años y un grupo de montañeros descubrieron en el corazón de la Sierra de Gredos una extraña montaña con forma de ataúd, al llegar a la ansiada cima, los montañeros desaparecieron dejando sólo un diario de expedición de donde se ha sacado esta historia.

La leyenda dice que ese pico fue llamado el almeal de Pablo y que los cadáveres de la gente del pueblo fueron amontonados por Pablo y más tarde se convirtieron en piedra, también se dice que en la cima se puede distinguir la figura de un niño, el hijo del granjero, cuya alma fue vendida al demonio y por último, se dice que cada vez que alguien muere en los pueblos de alrededor, la montaña aumenta unos centímetros de altura...


Fuente  

lunes, 28 de marzo de 2011

La colina de los gigantes de piedra

Cuenta la leyenda que en tiempos pretéritos, en los espesos bosques de los montes Urales vivía la poderosa tribu de los Mansi, cuyos hombres eran capaces de vencer a los osos y de correr más rápido que los ciervos. 

Los Mansi eran una antigua tribu de cazadores y expertos curtidores, las mujeres realizaban prendas de piel fina, únicas en todos los Urales. Se cuenta que los espíritus que habitaban en la montaña sagrada Yalping. Nyeri, ayudaban a los Mansi porque su líder Kuuschay era un hombre sabio y sabía contentarlos. 

El líder tenía dos hijos, una mujer y un barón. Su hija, esbelta como los pinos que crecen en los bosques densos cantaba tan bien que incluso los venados corrían fuera del valle de Ydzhid-Lyagi para escucharla. 

Los rumores sobre la belleza de la hija de Kuuschay, llegó hasta los oídos del gigante Torev, que junto a su familia se encontraba cazando en las cercanas montañas Haraiz. El gigante, embelesado por la belleza de la joven, exigió su mano a Kuuschay. Pero el viejo líder se negó a entregar a su hija y Torev, enfurecido, llamó a sus hermanos gigantes para tomarla por la fuerza. 

Aprovechando que el hijo del líder, Pygruchum, junto a los guerreros de la tribu habían salido a las montañas a cazar. Los gigantes asediaron al pueblo de los Mansi que, durante todo un día, resistieron los envites de los titanes desde sus altas murallas de hielo. Bajo una nube de flechas, el jefe Kuuschay gritó desde la torre más alta: -¡ Oh, buenos espíritus, salvadnos de la muerte! ¡Que Pygrychum vuelva a casa!

En ese mismo instante, entre truenos y relámpagos, bajó un espeso manto de nubes de las montañas que en segundos cubriría la ciudad para protegerla de los gigantes. Pero el gigante Torev, corriendo y aplastando todo a su paso y enarbolando su gigantesca maza, llegó hasta la base de la fortaleza justo en el momento en el que el líder bajó de la torre y en el que las negras nubes lo cubrían todo y, con todas sus fuerzas, descargó su maza contra la muralla de cristal que se desmenuzó en millones de pequeños trozos. La oscuridad era total y el viento soplaba con fuerza haciendo volar los pequeños cristales por doquier. Los gigantes decidieron esperar en la cresta de la montaña a que las nubes se disiparan y a que los primeros rayos del alba iluminaran los restos de la fortaleza para poder acabar con los que hubiesen sobrevivido, pero éstos, aprovechando la oscuridad mágica que les habían regalado los espíritus había huido sin ser vistos a las montañas cercanas. 

Al amanecer, la niebla comenzó a disiparse, los gigantes estaban preparados de nuevo para el asalto pero, ante su sorpresa, los primeros rayos del sol mostraron al joven Pygrychum encabezando a su ejército de guerreros. En el brazo del guerrero, refulgía un brillante escudo y en su mano, portaba una espada que le habían dado los buenos espíritus para vencer a los gigantes. Alzando la espada al sol, de su punta surgió un haz de fuego que se dirigió directamente hacia los ojos de Torev, que enfurecido, corría junto a sus hermanos contra Pygruchum y los guerreros. Lentamente, los movimientos de los gigantes se fueron ralentizando, el haz de luz se convirtió en una gigantesca cúpula que cubría a los titanes y al propio Pygruchum, los guerreros de los Mansi contemplaban a distancia la escena, preparados para actuar en cualquier momento y, de repente, un crujido sonó en lo alto del monte, tan fuerte como un trueno y se apagó la reluciente luz. Los gigantes se habían convertido en piedra pero, para conseguirlo, el joven Pygruchum se había sacrificado y había corrido la misma suerte. 


Desde ese lejano día, en la remota taiga de los Urales, permanecen impasibles al paso del tiempo las figuras pétreas de los gigantes y del guerrero que consiguió vencerlos y, en todas las montañas de los alrededores se pueden encontrar desperdigados pequeños cristales de roca, restos de la fortaleza de los Mansi que Torev destruyó con su maza. 

Esta peculiar leyenda, es una de las muchas que se cuentan sobre las espectaculares formaciones geológicas de Man-Pupu-Nyor (Мань-Пупу-Нёр), que en idioma local significa “pequeña montaña de los Dioses” o “pequeña montaña de los ídolos”. 


Estos tótems se encuentran en la frontera euro-asiática, en la república Komi, en las suaves colinas del interior de los montes Urales. Llegar allí no está al alcance de todos, puesto que el núcleo poblado más cercano se encuentra a 200 kilómetros de distancia y, o bien se llega en helicóptero, o bien se llega caminando durante varios o días o en moto de nieve, en invierno. 



viernes, 11 de marzo de 2011

La mujer muerta


Dice una leyenda que fue Hércules quien fundó la ciudad de Segovia. Un poco al sur de la ciudad, donde empieza la sierra, hay un monte cuyas estribaciones llegan al llano y que tiene la forma de una mujer tumbada. Las gentes le llaman la Mujer Muerta.




Cuentan que una vez, hace muchísimos años, vivía en aquellas tierras un gran rey. El rey era viudo y tenía una sola hija, a quien quería y mimaba como a nadie en el mundo. Vivía con el temor de que un día apareciera un príncipe de su rango que pudiera pedir su mano y Ilevársela de su lado  para siempre.


La princesita era trigueña y graciosa e iba creciendo cada vez mas hermosa. Soñaba la princesita también con un príncipe; pero el suyo era un príncipe encantado y hermoso de voz varonil y cabellos de oro...


Un día, que la princesa jugaba con las doncellas de la corte mientras se bañaba en el río, que bajaba limpio y fresco de las montañas se presentó de repente entre ellas un extranjero que parecía haber llegado por los aires. 




Junto a él, un hombre fornido parecía servirle y protegerle: era Hércules, que venía a construir la ciudad de Segovia. Todas las doncellas corrieron asustadas hacia el bosque, llamando a la guardia. Sólo la princesa, serena y firme, se quedó quieta  sonriendo. Acudieron en seguida Los soldados del rey; pero Hércules los rechazó y estos huyeron hacia el castillo para advertir al monarca. El viejo soberano pareció recibir la noticia con benevolencia. Hospedó al extranjero en su corte, y hasta accedió cuando unos días más tarde, el joven le pidió la mano de su hija.


Pero una mañana en que el forastero y Hércules partieron para fundar Segovia, el rey mandó llamar a la princesa, y partió con ella a caballo hacia la serranía. Aquellos montes eran entonces un bosque intrincado de pinos y abetos oscuros. Pasaron las horas silenciosas y lentas.



Al anochecer, el rey volvió solo a palacio. En el castillo todo era barullo y alegría. Se preparaba la marcha de los extranjeros y se celebraban al mismo tiempo los esponsales de la princesa. El rey cruzó sombrío por la fiesta y se aisló en el fondo de su palacio. Pasaron las horas.

El príncipe estaba impaciente porque nadie le daba razón de la princesa. La fiesta y el barullo le agobiaban, y quiso estar solo. 


Montó, pues, a caballo y galopó hacia el bosque, hacia aquella praderita, donde por vez primera vio a la princesa entre sus juegos. Cruzó el llano, y en la ladera del monte, al salir a un claro, divisó, tendida, una forma blanca con las manos cruzadas sobre el pecho. Era la princesa, muerta.




La leyenda cuenta que el príncipe mandó entonces a Hércules que tallara en aquellos mismos montes el cuerpo de la joven. Vista desde Segovia, una parte de la sierra tiene, en efecto, la forma de una figura de mujer tendida y yerta, con las dos manos enlazadas sobre el pecho.

Dicen que el príncipe desapareció por los aires y que desde entonces, convertido en nube, viene de cuando en cuando a la sierra, a contemplar a su amor... Son esas nubes que se quedan prendidas como jirones, insistentemente, en la frente de la Mujer Muerta.


sábado, 19 de febrero de 2011

EL LOBO de Herman Hesse







Nunca en las montañas francesas había habido un invierno tan terriblemente largo y frío. Desde hacía semanas, el aire era claro y helado. De día, los grandes glaciares inclinados se extendían infinitos y de un blanco mate bajo el cielo de un color azul muy vivo; de noche, la luna, clara y pequeña, pasaba por encima de ellos; una luna gélida, de un brillo amarillento, cuya luz intensa adquiría tonos azules y broncos en la nieva, y parecía la personificación misma de la helada. Los hombres evitaban todos los caminos, y especialmente las cumbres; ateridos y maldicientes, permanecían en las cabañas de sus aldeas, cuyas ventanas, enrojecidos, brillaban y se extinguían pronto, por la noche, de un modo turbio y humoso, junto a la luz azulada de la luna.


Eran tiempos difíciles para los animales de la región. Los más pequeños perecían helados en gran cantidad; también los pájaros sucumbían a la helada, y los flacos cadáveres servían de botín a los azores y a los lobos. Pero también éstos pasaban tremendas penalidades a causa del frío y el hambre. Sólo unas pocas familias de lobos habitaban el lugar, y la necesidad los empujó a estrechar los vínculos. Se pasaron días andando solos. Aquí y allá, uno de ellos avanzaba por la nieve, flaco, hambriento y al acecho, silencioso y esquivo como un fantasma. Su delgada sombra se deslizaba junto a él por la nevada superficie. Tendía al viento, husmeando, su hocico puntiagudo, y dejaba oír de vez en cuando un aullido seco y atormentado. Pero por la noche se juntaban todos y rodeaban las aldeas con roncos aullidos. En ellas, el ganado y las aves de corral estaban a buen recaudo, y, tras los sólidos postigos, había carabinas apoyadas en la pared. Pocas veces obtenían un pequeño botín, por ejemplo, un perro, y habían sido ya abatidos dos miembros de la manada.


El frío persistía. A menudo, los lobos yacían juntos, silenciosos y ensimismados, dándose calor unos a otros, y acechaban ansiosos el yermo sin vida, hasta que uno, atormentado por los crueles martirios del hambre, saltaba de pronto con tremendos aullidos. Los demás volvían entonces sus hocicos hacia él y estallaban todos juntos en un alarido terrible, amenazador y plañidero.

Finalmente, la parte más pequeña de la manada se decidió a emigrar. De madrugada, abandonaron sus guaridas, se reunieron y, llenos de miedo y excitación, husmearon el aire helado. Luego partieron con un trote rápido y regular. Los que se quedaban los siguieron con unos ojos muy abiertos y vidriosos, trotaron tras ellos algunas decenas de pasos, se detuvieron indecisos y desconcertados, y regresaron lentamente a las guaridas vacías.

Los emigrantes se separaron al llegar el mediodía. Tres de ellos se dirigieron al Este, hacia el Jura suizo, y los demás continuaron hacia el Sur. Los tres primeros eran unos animales hermosos y fuertes, pero terriblemente enflaquecidos. El vientre estrecho y de color claro era delgado como una correa; las costillas sobresalían de un modo lamentable; las fauces estaban secas, y los ojos, abiertos y desesperados. Los tres penetraron juntos en el Jura, y al segundo día cobraron un carnero; al tercer día, un perro y un potro; pero se vieron acosados furiosamente por todas partes por la población campesina. En la comarca, abundante en pueblecitos y pequeñas ciudades, cundió el pánico ante aquellos intrusos inesperados. 

Los trineos del correo fueron armados, y nadie podía ir de un pueblo a otro sin fusil. En la región desconocida, después de un botín tan bueno, los tres animales se sentían a la vez comodos y amedrentado; se volvieron mas temerarios que nunca y penetraron en pleno día en el establo de una hacienda. Bramidos de vacas, de caballos y jadeos anhelantes llenaron el espacio cálido y angosto. Pero esta vez hubo gente que intervino. Se puso precio a los lobos y esto redobló el valor de los campesinos. Dos de ellos sucumbieron; uno con el cuello atravesado por una bala de fusil; el otro, abatido a hachazos. El tercero escapó y corrió hasta caer medio muerto en la nieve. Era el mas joven y hermoso de los lobos, una bestia orgullosa, de enorme fuerza y formas esbeltas. Permaneció largo tiempo jadeante en el suelo. Circulosde un rojo sangriento flotaban en remolino ante sus ojos, y de vez e cuando lanzaba un doloroso gemido sibilante. Un hachazo le había alcanzado el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces se dio cuenta de lo mucho que se había alejado. No se veían seres humanos ni edificios por parte alguna. Muy cerca se alzaba una gran montaña cubierta de nieve. Era el Chasseral. Decidió rodearla. Como le atormentaba la sed arrancó pequeños bocados de la dura costra helada de la nevada superficie.
Al otro lado de la montaña se encontró en seguida con una aldea. Caía la noche Esperó en un espeso bosque de abetos. Después se deslizó con precaución alrededor de los vallados, siguiendo el olor a establos calientes.

No había nadie en la calle. Con temor y codicia, anduvo parpadeando por entre las casas. Sonó un disparo. Levantaba la cabeza y tomaba impulso para echar a correr, cuando estalló un segundo disparo. Le había alcanzado. Su vientre blanquecino aparecía manchado de sangre en uno de los flancos, y la sangre caía en gruesas gotas persistentes. No obstante, consiguió escapar a grandes saltos y alcanzar el bosque del otro lado de la montaña. Allí esperó unos instantes al acecho y oyó voces levantó los ojos hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y de difícil ascenso. Pero no había otra alternativa. Jadeante, abajo, una confusión de blasfemias, órdenes y luces de linternas se extendía a lo largo de la montaña. El lobo herido se enfilaba tembloroso a través del bosque de abetos en la penumbra, mientras la sangre parduzca iba goteando lentamente de su flanco.

El frío había disminuido. Al Oeste, el cielo aparecía vaporoso y parecía anunciar una nevada.


Al fin, el agotado animal llegó a la cumbre. Estaba sobre una gran extensión nevada, ligeramente inclinada, cerca del Mont Crosin, muy por encima de la aldea de la que había escapado. No tenía hambre, pero sentía un dolor persistente y apagado que le venía de la herida. Un ladrido ronco y enfermizo salía de su hocico colgante; el corazón le palpitaba de un modo pesado y doloroso, y sentía la mano de la muerte oprimiéndole como una carga indeciblemente difícil de soportar. Le atraía un abeto de ancho ramaje, separado de los demás. 

Allí se sentó y dirigió una mirada turbia a la terrible noche nevada. Pasó media hora. Entonces cayó sobre la nieve una luz de un rojo tenue, suave, extraña. 


El lobo se incorporó con un gemido y volvió la hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que, gigantesca y roja como la sangre, salía por el Sureste y se alzaba lentamente en el cielo turbio. Hacía muchas semanas que no había sido tan grande y roja. Los ojos del animal agonizante se clavaban tristemente en el opaco disco lunar, y nuevamente un débil aullido resonó con un estertor, sordo y doloroso, en la noche.

Se aproximaron pasos y luces. Campesinos embutidos en gruesos capotes, cazadores y jóvenes con gorros de piel y pesadas polainas, venían pisando la nieve. Sonaron gritos de júbilo. Habían descubierto el lobo moribundo; dispararon contra él dos tiros, que no dieron en el blanco. Luego vieron que se estaba muriendo, y cayeron sobre él con palos y estacas. Pero él ya no sentía nada.


Con los miembros destrozados, lo bajaron arrastrándole hasta St. Immer. Reian, se ufanaban, se prometían unos buenos vasos de aguardiente y café, cantaban, rengaban. Ninguno de ellos veía la belleza del bosque nevado ni el brillo de las cumbres, ni la luna roja que flotaba sobre el Chasseral y cuya luz tenue se reflejaba en los cañones de sus fusiles, en los cristales de la nieve y en los ojos vidriosos del lobo abatido.