Míticos, agrestes, solitarios, los Picos de Europa vuelven su mirada al mar, buscando tal vez a aquellos navegantes que, según la leyenda, les dieron nombre cuando, de regreso, eran las primeras cimas del continente que divisaban. Los antiguos Mons Vindius, último e inexpugnable reducto de las tribus cántabras en su desigual lucha contra Roma, fueron, ocho siglos más tarde, “Peña de Pelayo” para los cronistas árabes, hasta que el humanista italiano y capellán de Fernando el Católico, Lucio Marieno Sículo, los citara por vez primera en 1530 como Picos de Europa. Su historia geológica va más allá. Hace trescientos millones de años yacían bajo el mar que cubría esta parte de la península Ibérica, de ello da cumplido testimonio la caliza que los diferencia de la vecina cordillera Cantábrica e incluso de cualquier otro macizo español o europeo, y que facilitó que, sobre el primer modelado de los Picos, actuaran la erosión glaciar y cárstica.
El resultado de esta acción geológica fue una morfología especial que divide su estructura en tres macizos bien diferenciados: el oriental o de Andara, el central o de Urrieles y el occidental o del Cornión. El mayor de los tres, el central, posee las cotas más altas y los perfiles más agrestes: Torre Cerredo, Peña Vieja, Tiro Tirso, el Naranjo de Bulnes. La condición caliza de la montaña es, también, la responsable de las claras tonalidades de sus laderas, inolvidables para andariegos y montañeros, cuando, a la puesta del sol, se tiñen de anaranjados y rojizos que suavizan lo agreste y escarpado de sus formas.
La transparencia la pone el agua. Y no solo la de los famosos lagos de Covadonga –Enol y La Ercina-. Los Picos también cuentan con bravos ríos de montaña que, tallando sus escarpaduras, han creado otra de sus inequívocas señas de identidad: los desfiladeros. Así el Deva, con su reconocida garganta de La Hermida; el Duje; el Cares, del que dijo Víctor de la Serna que era “bravo y fuerte como ninguno en el mundo” un “Durandarte” transparente que labra durante 10 kilómetros la llamada del desfiladero de los Beyos y cuyo tradicional descenso anual finaliza, festivo y concurrido en Ribadesella. Volviendo al color, el blanco corre a cargo, a partir de diciembre, de la nieve que cubre el macizo y de los neveros que persisten incluso en los veranos más cálidos. Es un contrapunto perfecto del contraste entre los altos prados y los bosques periféricos donde se refugian los asustadizos rebecos, o los frondosos bosques de hayas y robles que se prolongan en matorrales de brezo, arándanos, piornos, helechos, zarzas y madreselvas que, en otoño, estallan en ocres, amarillos y dorados y proporcionan a quien lo contempla un espectáculo único, Y sobre el color, difuminándolo, el más habitual de todos los meteoros, consustancial al paisaje: la niebla, la misma que sumerge las zonas bajas de los Picos en un océano brumoso, mientras que en las cumbres brilla el sol y el cielo luce su azul más intenso.
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